Rashâd montaba un precioso corcel color azabache que le había regalado su otrora amigo y protector el egregio Abu Amir Muhammad ibn Abi, al que habían apodado Al-Mansûr (el victorioso) o como los cristianos le llamaban: Almanzor.
Rashâd y Al-Mansûr eran primos hermanos y se habían criado juntos en Al Yazira (Algeciras). Desde entonces sus vidas corrieron caminos paralelos, Almanzor progresando en su azarosa vida política y Rashâd como oficial del ejército.
En el 976, la prematura muerte de Al-Hakam II situó al frente del califato de Córdoba a Hisam II, un niño de tan sólo once años, circunstancia que aprovechó Almanzor, hombre ambicioso y sin escrúpulos, para hacerse con las riendas del poder. Aquel mismo año fue designado tutor del joven califa. Dos años más tarde, en el 978, y tras haber convertido a Hisam II en una marioneta política, lo recluyó en su propia residencia de Medina Alzahira y se hizo nombrar hayib o primer ministro, dignidad que le permitió ejercer una autoridad absoluta sobre todo el territorio hispanomusulmán.
Este golpe de estado fue ferozmente combatido por parte del ejército dirigido por el prestigioso general Galib, a la sazón suegro de Al-Mansûr. Rashâd, que hasta entonces había sido testigo mudo de las innumerables intrigas y asesinatos de Al-Mansûr, creyendo que la lealtad a su Califa estaba por encima de la que debía a Almanzor, se unió a la revuelta en contra de su primo y participó en la batalla de Torre Vicente, no lejos de Atienza.
Almanzor derrotó a las tropas insurrectas y no dudó en pasar a cuchillo a todos aquellos que le habían traicionado. Tal era su sed de venganza que hizo decapitar al jefe de la revuelta, su suegro el general Galib, y no se privó del placer de enviar a su esposa Asma la cabeza de su infortunado padre en una bandeja. |
Rashâd sabía que un demonio había poseído desde siempre a Almanzor y pensó que correría el mismo destino que el infortunado militar, pero por alguna extraña razón, se limitó a desterrarlo a la frontera, a una ciudad llamada Wâd al-hayâra (Guadalajara).
Ensimismado en estas meditaciones, cabalgaba junto a la orilla del río Jarama, en bereber “río de la frontera”. Faysal Muhaymin, el entonces “valí” (gobernador) de Wâd al-hayâra le había puesto al frente de un destacamento militar compuesto por una veintena de arqueros almohades, cincuenta jinetes que integraban la caballería ligera y la infantería bereber; entre todos sumaban unas doscientas unidades.
El cometido que le habían encomendado no era otro que el de arrasar dos pequeñas aldeas situadas cerca del nacimiento del río de la frontera, a las que los cristianos conocían como El Cardoso y Colmenar. No hacía mucho que estas sierras eran la morada de pastores bereberes, hasta que Buitrago de Lozoya cae en manos de los cristianos y estos empiezan a repoblar la sierra con astures y cántabros.
Desde entonces las incursiones de los infieles eran constantes y el valí de Wâd al-hayâra recibió la orden de realizar una razia de castigo y arrasar los dos poblados, masacrando a todos los hombres y haciendo prisioneros a los niños y las mujeres. Rashâd era un militar curtido en mil batallas, no en vano su cuerpo acumulaba una retahíla de cicatrices que así lo atestiguaban y su conciencia cargaba con más muertes de las que deseaba recordar. No es que apreciara a los cristianos, pero odiaba el ensañamiento y le parecía cruel e innecesario, aunque muy a su pesar… “acataría las ordenes.”
Dada su experiencia y para evitar sorpresas, había enviado por delante una partida de consumados exploradores. Era mediodía y el grueso de la tropa se encontraba a media jornada del primer asentamiento, cuando regresaron dos de los guías, “los cristianos habían abandonado la aldea“.
Ordenó acelerar el paso para llegar al poblado antes de anochecer. Avistaron las primeras chozas cuando el sol se acercaba al ocaso, eran de piedra y adobe con el tejado de paja y como informaron los guías, habían sido abandonadas. Mandó acampar a las afueras de Colmenar, en una era que se extendía hasta el río. Por la mañana ordenaría una batida para apresar a los aldeanos, luego prenderían las chozas y seguirían hacia El Cardoso.
Estaba a punto de amanecer cuando los vigías dieron la voz de alarma, Rashâd se vistió la coraza y salió de la tienda con premura. El campamento había cobrado vida súbitamente, mientras los oficiales arengaban a los soldados para que se aprestasen a la defensa, los arqueros habían tomado posiciones, la infantería estaba formada y la caballería ocupaba los flancos y la retaguardia.
El suelo temblaba por el golpear de cientos de cascos y en lontananza detrás de una loma se adivinaba un resplandor. El estruendo creció por momentos hasta que las primeras figuras aparecieron recortadas contra el cielo estrellado. Estaban a unos cuatrocientos metros y la oscuridad solo dejaba apreciar las antorchas que portaban los atacantes. Los arqueros esperaban la orden para disparar sobre aquella masa informe que se acercaba.
Cuando lograron vislumbrar la naturaleza de lo que se les venía encima, ya era demasiado tarde. No era la caballería cristiana, …¡ era una estampida de cientos de vacas, toros y novillos a los que habían atado a los cuernos teas encendidas ! Una docena de jinetes arreaba el ganado enloquecido que en unos segundos llegó al campamento musulmán, arrasando la línea de infantería y las tiendas que no tardaron en ser pasto de las llamas.
Los soldados yacían pisoteados o corneados, los arqueros, buscando donde guarecerse, huían en desbandada y la caballería se mostraba impotente y maltrecha, atropellada por la carga de aquellas bestias salidas del mismo averno. Rashâd contemplaba horrorizado el cementerio en el que se había convertido el campamento, sin percibir que un nuevo azote se cernía sobre sus ya menguadas huestes. Una oleada de jinetes ataviados de negro y ocultos tras la estela de la marabunta, cargaba contra lo que quedaba de los suyos, rematando a los heridos y dando caza a los prófugos.
Había amanecido y del cuerpo expedicionario no quedaban más de quince unidades, el resto había huido o estaban muertos o presos. Rashâd y los supervivientes habían retrocedido ladera abajo hasta el río, guareciéndose entre los riscos de un encrespado cañón. A poco más de un tiro de arco, los aguerridos montañeses aguardaban la rendición de los sarracenos, sabiendo que muertos no les servirían de nada, querían hacerlos prisioneros para negociar su canje por cautivos cristianos.
Rashâd hubiese deseado perecer en la batalla, pero Alá no lo dispuso así. Pensó en su primo el victorioso Al-Mansûr, y su faz se descompuso. Sabía que si regresaba a Córdoba, fruto de una permuta de presos, sería inmediatamente decapitado y su mujer e hijos vendidos como esclavos.
“Él, Rashâd, hijo de Faysal, nieto de Mubârak y Sayf al Dîn y descendiente de la estirpe del Profeta, había conducido a la muerte a sus soldados, traído el deshonor a su familia y por todo legado, dejaría la esclavitud a sus vástagos.”
Deseó haber muerto en la batalla. En el fragor de la misma, lo imploró; pero Al-lâh el misericordioso no escuchó su plegaria. Con su muerte, Al-Mansûr satisfaría su deseo de venganza, incluso rendiría honores militares a los caídos en el río Jarama y compensaría a sus familias.
Rashâd secó sus lágrimas, ordenó a sus soldados que se rindiesen después de su partida y montó su caballo, aquel caballo negro como la noche, con el que siempre soñó que un día atravesaría las puertas de la Yanna (paraíso).
Picó espuelas, blandió la cimitarra sobre su cabeza y al grito de Allahu akbar (Alá es grande) cargó contra los infieles, sabiendo que su espíritu habitaría para siempre en aquel cañón a orillas del rio de la frontera.