La Tabernera y el Recaudador
Corría el año del señor de 1690, cuando Colmenar de la Sierra era villa y su término municipal pertenecía al señorío del Marqués de Montesclaros. La villa era próspera por su ganadería, el carbón vegetal de sus bosques, los molinos harineros, varios talleres de artesanos de diferentes oficios, una fábrica de vidrio y por supuesto, las tabernas.
Uno de estos antros en honor al Dios Baco, hacía las veces de posada y lo regentaba Dominga Alcol, “viuda por la gracia de Dios”, -solía bromear- y septuagenaria para más señas. Tan hábil en el oficio de aguar el vino, como en el de manejar borrachos. Tenía como empleados a un mancebo, y a una cocinera y su hija; una moza tan parca en palabras, como hermosa y discreta.
Había terminado la cosecha y los agricultores se aprestaban a vender el grano, la posada estaba repleta de tratantes y por supuesto, allí estaba como todos los años, don Andrés de Pastrana y Mendoza, recaudador del Rey, presto a percibir su derecho de alcabala. Venía acompañado por un escribano que alternaba su trabajo de contable con el de alcahuete.
Cenaban los dos hombres en una mesa situada en uno de los rincones de la taberna, desde donde podían otear toda la estancia. Don Andrés tenía merecida fama de calavera y frecuentador de lupanares, por lo que no dejó de fijarse en la moza que servía las mesas. Era lozana y metidita en carnes, como le gustaban a él.
Pidió lápiz y papel al escribano y redactó una nota: “esta noche te visitaré en tu habitación”, sacó una sortija de plata de su faltriquera y entregó nota y anillo al funcionario, con el encargo de que se lo hiciese llegar a la camarera.
Pasaba la medianoche cuando el recaudador salió de su habitación, llevaba un candil en la mano y la imagen de la moza en su retina. Llegó a la puerta que le había señalado el escribano, giro el picaporte y entró con sigilo. La estancia era de una pobreza solemne, tan solo un estrecho jergón y un escuálido armario amueblaban el aposento. Se aproximó al camastro y adivinó el cuerpo bajo las sábanas,
-tranca la puerta y ven- dijo la mujer desde la cama. Se desprendió de calzón y camisa con tanta premura como pudo y obedeció solícito, apartó las sabanas y contempló el cuerpo que yacía completamente desnudo.
Quedó petrificado, la boca babeante, los ojos estrábicos y con un nudo en la garganta que le impedía articular palabra.
La mujer se incorporó lentamente, esbozó una sonrisa que dejaba entrever unas encías huérfanas de dientes. Los otrora pechos eran colgajos que amenazaban con taparle el ombligo y las carnes, antaño turgentes, habían trocado en pellejos, los cabellos, blancos y escasos, le llegaban a la cintura y las piernas arqueadas, faltas de carnes y exuberantes de bello, completaban la visión que le había paralizado.
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Sin mediar palabra, la señora Dominga, al contemplar al varón tal y como vino al mundo, cayó presa de un arrebato, provocado por más de veinte años de abstinencia; se abalanzó sobre él y aprovechando su estado tetrapléjico, lo besó con tal fruición que casi lo
asfixia; luego se puso a gritar como una posesa :
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“ tómeme señor Andrés ”.
El susodicho, notó como se le revolvía el estómago y se le nublaba la vista, ¡ no comprendía nada y solo quería escapar de aquella gárgola depravada que quería profanarlo !
La anciana le había acorralado en un rincón y procedía a inventariar sus partes pudendas. El acosado intentaba desasirse de aquellas manos que parecían garfios. Corrió hacia la puerta, pero estaba trancada y por fin divisó la huída, un ventanuco que habría de significar su salvación. De dos zancadas atravesó la alcoba y sin pensarlo, se lanzó de cabeza por el portillo. La mala suerte quiso que el ventano diese a un huerto, y que un inmenso zarzal creciese a lo largo del muro.
El malogrado tenorio calló de cabeza en mitad de las zarzas. La postal era para enmarcar: el señor recaudador en pelota picada, atrapado y desollado en el zarzal y la anciana desnuda y asomada al ventanuco vociferando como una histérica “consume lo que ha dejado a medias y tómeme señor Andrés.”
Nunca se vio funcionario más vilipendiado, ni pueblo más satisfecho.
La prudencia de la hija de la cocinera y el ingenio de la señora Dominga, habían salvado la honra de la moza y procurado un motivo de escarnio y mofa contra el recaudador del Rey, que en un santiamén paso de casanova a tonto de capirote.
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Si la tal Dominga se parece al dibujo que habéis puesto, no me extraña que se tirase por la ventana, yo me hubiese cortado las venas.
El cuento, muy ingenioso y divertido. Enhorabuena.