Confieso que nunca fui persona honrada, es mas, ni siquiera lo pretendí. Nací ruin y depravado, y viví y me enriquecí con la pobreza de otros. Durante años desahucié, embargué y atesoré; todo ello por codicia y sin conocer remordimiento alguno.
La avaricia habitó en mí desde siempre y nunca me abandonó. No digo esto como descargo, porque de nada habré de disculparme. A estas alturas sería hipócrita, y a buen seguro que si volviese a nacer, nada cambiaría.
Los hechos que me dispongo a relatar, tuvieron lugar en la postguerra, cuando la miseria y las represalias diezmaban los pueblos y llenaban los camposantos. La desesperación reinante era el mejor caldo de cultivo para mi negocio. Prestaba a aquellos que no podían devolver, a sabiendas de que en pocos meses me quedaría con todo su patrimonio, condenándoles a la indigencia. Me odiaban tanto como me necesitaban, y mientras tanto, yo atesoraba dinero y propiedades.
Pero como a todo cerdo le llega su San Martín, a mi también me llegó, y ahora que el tiempo se ha encargado de borrar mi recuerdo y ya nada importa, daré cumplida cuenta de lo que aconteció.
Emeterio poseía las mejores tierras de labranza del pueblo, y una numerosa cabaña de vacas y ovejas llenaba sus cuadras y corrales, además de una casona solariega que había heredado de sus padres.
Estaba casado con la unigénita del boticario, una mujer enigmática y taciturna que ayudaba a su padre en la preparación de medicamentos y pócimas para los enfermos. Ella era la encargada de proporcionarme las píldoras que tomaba para el corazón y el linimento para mi reuma.
Emeterio y Casilda, que así se llamaba la esposa, habían caído en desgracia. Cuando llegaron las tropas republicanas al pueblo, les requisaron la mayor parte del ganado y del centeno, pagándoselo con dinero de la República. Con el triunfo de los nacionales, se quedaron sin ganado, sin centeno y sin dinero.
Y aquella tarde, ¡allí estaba Emeterio!, sentado en el banco de mi portal, aguardando a que le recibiese. Le tuve esperando algo más de media hora. Era una táctica que desesperaba al personal y le hacía más vulnerable.
Luego le hice un saludo ceremonioso y le invité a pasar. Necesitaba una suma muy considerable para reponer el ganado y comprar grano. Yo había estado aguardando ese momento tanto tiempo que, en lugar de contestarle, le dí largas y le emplacé a que me trajese una lista de las propiedades con las que avalaría el préstamo.
Sobra decir que le concedí gustosamente el crédito, eso sí, después de haber firmado un contrato con un interés leonino y unas cláusulas decididamente arbitrarias, por las que, si al cabo de un año no me devolvía el capital más los réditos, perdería todo su patrimonio, incluida la casona.
El negocio era suculento: si me devolvía el dinero, ¡ganaba mucho!; si no lo hacía, ¡ganaba más!
Pasaron los meses y el invierno hizo acto de presencia, y con él, los días menguantes y gélidos. Esa misma mañana había acudido a la botica a recoger los medicamentos que se me habían agotado, Casilda no los tenía preparados y quedó en acercármelos a casa, esa misma tarde después de cerrar. Me pidió que tuviese redactado el documento para la cancelación del préstamo, ya que su marido se había marchado a una feria de ganado y le había dejado el dinero.
Asentí con zalamería ocultando mi contrariedad, no era el desenlace que esperaba, pero aun así, la ganancia sería suculenta.
Eran las siete y media de la tarde, y había anochecido completamente, cuando llamaron a la puerta. Abrí la cancela y allí estaba la boticaria embozada en un chambergo que le tapaba hasta los ojos. La hice pasar a la sala donde tenía una mesa camilla con un brasero.
Esa misma mañana había redactado el documento de pago a falta de firma. La mujer tomo asiento y me hizo entrega del ungüento y las píldoras, indicándome que tomase una de inmediato tal y como me había prescrito el médico.
Había preparado achicoria, le ofrecí una taza y tomé un sorbo de la mía, al tiempo que ingería la pastilla del corazón. Extrajo un talego de unas alforjas enormes que portaba debajo del abrigo, lo abrió y saco un fajo de billetes. Contó el dinero dos veces, después lo volvió a meter en la bolsa y me lo entregó, firmé el documento de pago y dimos por saldado el asunto. Le pedí que me excusara, cogí el talego y me dispuse a ponerlo a buen recaudo. Hombre precavido vale por dos y yo lo era en grado extremo. Si alguien hubiese entrado a robarme, nunca habría dado con el escondite de mi pequeño tesoro.
Retorné presto a la sala, la invitada sentada en un taburete me observaba con aquella mirada imposible de descifrar. Me acomodé en el sillón de mimbre a la espera de que Casilda se despidiese, cosa que no hizo.
-Sr. Evaristo ¿desde cuando sufre usted del corazón?
Ante mi desconcierto y el color que iba adquiriendo mi rostro, prosiguió.
-No va a padecer más esta dolencia, he dado con el remedio. Le he envenenado y va usted a morir.
Intenté levantarme pero las piernas no me respondían, una rigidez creciente se apoderaba de todo mi cuerpo y era incapaz de articular palabra alguna. La boticaria metió mano en uno de los bolsillos de las alforjas y extrajo una caja diminuta, con sumo cuidado levantó una esquina de la tapa y acercó el estuche a mis ojos; había un grillo dentro.
– Esta es la llave para encontrar su dinero.
Sonreí para mis adentros, “aquella arpía se iba a quedar con las ganas”.
Creí adivinar una mueca de sarcasmo en su cara, luego deposito la caja encima de la mesa y de un soplido apagó las velas del candelabro, dejando encendido un pequeño candil que colocó en el extremo de la estancia.
Quedamos en penumbra, yo agonizando y ella esperando no se qué. Al cabo de un rato, el grillo comenzó a cantar, inmediatamente otro le contestó, entonces Casilda se incorporó sin hacer ruido, se quitó los zapatos y de puntillas se dirigió hacia el sitio de donde provenía el canto. Al rato regresó para coger las alforjas. Cinco minutos después entró en la habitación con las alforjas al hombro, repletas de fajos de billetes y documentos. En la otra mano portaba el talego que me había entregado.
– Ha sido fácil, dijo, abrió el talego del dinero, metió la mano, rebuscó con cuidado y extrajo un segundo grillo de la bolsa.
– He tenido dos cómplices, susurró.
Entonces lo comprendí, había utilizado el primer grillo como reclamo y el segundo, al responder, había descubierto mi escondrijo.
La mire con la devoción que mira un alumno a su maestro, aquella mujer taimada me había robado el dinero… y la vida, de la forma más insospechada.
Cerré los ojos y espiré.