Jerónimo yacía en el jergón cuan largo era, la fiebre le tenía postrado desde hacía tres días, y aunque había empezado a remitir, le había dejado más tembloroso que un flan.
La noche había sido toledana: la calentura, los sudores y aquel maldito flemón que latía como un volcán y amenazaba con reventar, sin llegar a hacerlo. Tenía la cara deformada por la hinchazón, los ojos hundidos en sus cuencas y un aspecto de cordero degollado que daba pena y risa a la vez. Hacía meses que su madre le había dicho que se tenía que sacar aquella muela, que más que picada, estaba podrida; pero de solo pensar en el sacamuelas, le temblaban las canillas.
El pueblo estaba en fiestas y la algarabía de la calle llegaba hasta su alcoba. Por aquel entonces era costumbre “Dar el Pedro”, las mujeres y mozas corrían detrás de los jóvenes y cuando los pillaban, los manteaban sin compasión. Jerónimo, era rápido como una liebre y escurridizo como una trucha y se jactaba de haber escapado al pelotón de manteo femenino. Las mujeres, ante tanta chanza del chaval, se la tenían jurada; pero tendrían que esperar a otro año, el flemón y la cama le habían retirado del festejo.
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Su madre le había subido un caldito y comenzaba a amodorrarse. Sintió un leve cuchicheo, en el pasillo, luego vio a su progenitora en el quicio de la puerta y de improviso una marabunta de mujeres se precipitó en la habitación en penumbras. Sin mediar palabra, arrojaron la ropa de la cama a un rincón y le sacaron del lecho como a un pelele. |
El silencio dió paso a las risotadas y la mofa llegó a mayores al contemplar su escasa indumentaria, un simple calzoncillo. Jerónimo se retorcía como una lagartija, en un vano intento por desasirse de sus captoras, tanto empeño le costó varios pescozones.
Consiguió distinguir a su tía Susana y a su tía Dominga, las otras dos componentes del Comando de Operaciones Especiales, eran vecinas a las que conocía desde pequeño.
El espectáculo era dantesco, cuatro mujeres de armas tomar, arrastraban, al calenturiento y semidesnudo mozo, escaleras abajo. Al frente del pelotón, la señora Juana, madre de Jerónimo y caballo de Troya de la emboscada.
El paroxismo llegó a su cénit, al acceder al portal, ¡ allí estaba el grueso de la tropa !, más de una quincena de mujeres y mozas estallaron en vítores y carcajadas al ver la comitiva. ¡ Jerónimo quería morirse !, pero no tuvo tiempo ni para eso. El aquelarre femenino se abalanzó sobre él y en menos que canta un gallo, le estaban manteando. En varias ocasiones estuvo a punto de estamparse contra las vigas del techo, el cuerpo lo tenía magullado de los pellizcos y cachetes que le propinaban las cuarentonas.
En uno de los zarandeos rozo las partes turgentes y prohibidas de una pechugona, la mujer sin sonrojarse, le espetó “agárrate donde puedas, panoli”. Así lo hizo, se asió como pudo al cuello de una moza. ¡ Era ella ! aquella a la que adoraba desde pequeño, la que entrecortaba su respiración y trababa su lengua cada vez que la veía.
¿Qué más podía sucederle?. Había perdido su dignidad, estaba casi en pelotas en un corro de mujeres y la que le quitaba el sueño, le miraba con cara divertida.
¡De perdidos al río!, la cogió por los hombros y la dio un tierno beso en los labios. Las carcajadas y los gritos llegaron hasta la plaza y la reacción de la moza, no se hizo esperar. Le propinó un tremendo bofetón; Jerónimo sintió como reventaba el flemón y una avalancha de pus, llenaba su garganta.
Las caras de ambos eran indescriptibles, ella, avergonzada y furiosa echaba fuego por los ojos; él, alelado, levitaba con cara de bobo. El alivio al reventar el flemón y el beso robado, le habían llevado al éxtasis.
– ¡ Pero bueno, Jerónimo ! ¿ ya le estás contando batallitas al niño ?
– ¡ Calla mujer !, le estoy refiriendo la primera vez que te dí un beso.
– Abuelo, ¿ aquella chica era la abuela ?
– Si Pablito, si; aquella muchacha era tu abuela y de un tortazo y un beso, me quitó el flemón, la muela y el corazón.