El Indiano

A pesar de ser media mañana, hacía un frío de perros cuando llegaron al pueblo. Había transcurrido más de medio siglo desde su partida y pocas eran las cosas que habían mutado en su ausencia. La que un día fuera su casa, estaba abandonada y con la techumbre medio caída, la plaza, en la que tantas veces jugara de pequeño, seguía tal cual la recordaba y la iglesia continuaba implorando una rehabilitación.

Encaminó sus titubeantes pasos calleja abajo camino del cementerio, mientras la joven acompañante le escoltaba en silencio. Llegó a la entrada,  abrió el cerrojo y empujó la verja, una vez en el interior del camposanto su entereza se desplomó. Quieto frente a la lápida miraba absorto la inscripción:

 Demetrio Martín Bravo  

16 Mayo 1840 – 10 Junio 1912  

Allá donde vaya siempre estarás conmigo.

Tu hijo Marcelino.

Su padre era la persona a la que más había querido en el mundo y la que más le quiso. Recordaba cada una de las facciones de su cara, sus gestos, su infinita paciencia y su voz profunda y pausada. Con él aprendió las cuatro reglas, a leer y a escribir y a ser un hombre trabajador y honesto. Para Marcelino su padre lo era todo, su amigo, su instructor y su confidente. No tenían secretos el uno para el otro y compartían el mismo temperamento apacible e introspectivo y, aunque físicamente eran opuestos, padre e hijo eran dos caras de una misma moneda.

Físicamente Marcelino era un calco exacto de su madre, de la que tan solo conservaba vagos recuerdos. A decir de su progenitor “ era una ninfa jovial y cautivadora, con un pelo negro y brillante que le llegaba a la cintura, y unos ojos color aceituna que le arrebataron el alma el primer día que la vio ”. Murió de una septicemia cuando Marcelino tan sólo tenía cuatro años.

Introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta, rebuscó y saco un pañuelo, llevaba años anhelando el reencuentro con su padre y prometiéndose a si mismo que no lloraría, aún a sabiendas que no lo cumpliría.

En un instante, como si rebobinase una película, pasaron por su mente cientos de imágenes que creía olvidadas y como en un viaje en el tiempo, cerró los ojos y retrocedió 55 años. Era noche cerrada y tumbado en la era miraba el firmamento. De zagal, cuando dormían al raso cuidando las ovejas, su padre le contaba historias de pastores y le enseñaba a reconocer las constelaciones en el cielo estrellado.

Aquella era una noche especial, sería la última que contemplase ese mismo cielo; al amanecer partiría para emprender un largo viaje al hemisferio sur, allí donde el firmamento y las gentes son diferentes.

Había transcurrido algo más de un año desde la muerte de su padre, cuando recibió una carta de Gerardo Antúnez, un salmantino de Bejar con el que hizo la mili en Zaragoza. Al igual que él, Gerardo era pastor y, de inmediato, los dos jóvenes se hicieron inseparables. En la misiva le notificaba que había recibido una carta de su tío Jerónimo, que trabajaba como mayoral en una estancia (hacienda) próxima a la ciudad de Santa Rosa, en la Pampa argentina. Su tío le encomendaba que buscase dos pastores de confianza, para junto con él viajar a la Argentina y trabajar en la hacienda, donde además de caballos y vacas tenían unas 10.000 ovejas. En su escrito, Gerardo le conminaba a que se uniese a él y a su hermano y emprendiesen tan extraordinaria travesía.

Marcelino nunca había contemplado la posibilidad de abandonar el pueblo, pero tras la muerte de su padre, ya nada le retenía allí. Un 17 de Septiembre de 1913 partieron los tres, desde el puerto de Cádiz, camino de la Argentina.

Notó como le agarraban del hombro y le sacudían levemente.  Abrió los ojos para volver a la realidad.

– ¡ Abuelo ! ¿Te encuentras bien?

– Perfectamente Manuela, tan solo estaba rememorando otros tiempos.

– Estabas llorando.

– Me prometí no hacerlo, pero ya ves, soy un viejo que chochea.

La joven le rodeó con sus brazos y le beso con dulzura en la mejilla y en la frente.

– Eres un viejecito encantador y mi abuelo preferido.

– Soy el único abuelo que tienes.

– Eso no impide que seas mi preferido.

Miró a la joven con adoración. Manuela tenía veinte años espléndidos, alta y delgada y con un pelo negro y brillante que hacía resaltar sus ojos verde aceituna.

– Eres la viva estampa de tu bisabuela.

– ¡ Pero si apenas la conociste !

– Te equivocas, mi padre me describió mil veces la textura de su voz, el brillo de su pelo y me habló del embrujo de sus ojos y, todo eso lo veo en ti.

– ¡ Quisiste mucho a tu padre !

– Mucho más de lo que tú puedas quererme.

– ¡ Imposible de los imposibles ! yo soy la mejor nieta del mundo y la que más quiere a su abuelo.

– Sé que me quieres y también sé que mi padre espera que pronto me reúna con él.

– ¡Mirad mi viejito! estoy segura de que a mi bisabuelo no le importará seguir esperándote unos  cuantos años más. Yo te necesito aquí y ahora … y  él lo comprenderá.

Se acercó a la joven y la abrazó con ternura. La vida le había colmado de personas que siempre le quisieron y Manuela era su último regalo.

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