Corrían tiempos de posguerra, cuando el hambre llenaba los camposantos y la miseria habitaba en cada casa. Por aquel entonces vivía un hombre llamado Atilano, vecino de Tamajón o quizá de Cogolludo, no sabría decir.
El tal Atilano se ganaba la vida recorriendo la sierra, vendía, compraba y cambiaba todo aquello que le generase algún provecho. Iba de pueblo en pueblo con un jumento, al que, en un alarde de ingenio, había bautizado como Atila. Podría decirse que Atila y Atilano eran dos almas gemelas, el amo soez y ruin y el burro terco y rencoroso.
Cuentan que en una ocasión, Atilano había cargado en exceso al rucio y al llegar a un repecho, el burro se negó a seguir, Atilano azuzó al animal entre increpaciones y fustazos ¡vamos Atila que te deslomo! y el pollino en lugar de atender las ordenes de su amo, le lanzó un par de coces sin mucho acierto, pero que dieron con la carga en el suelo. Aquello acabó por desesperar al buhonero, que presa de un ataque de ira, asió el borrico al tronco de un roble y le dio tal somanta de palos que casi lo desvencija. No contento con ello, le cogió una de las orejas y se la mordió con tanta saña que le hizo una herida por la que el animal sangraba abundantemente.
Cargó el rucio y siguió camino de Colmenar, entró en el pueblo y se dirigió a la plaza, donde ató el burro a la verja de la taberna. No tardó en verse rodeado de un enjambre de rapaces vociferantes, la mitad con los dientes mellados y casi todos escalabrados; los había de todos los pelajes: unos malos, otros peores y ninguno bueno.
En algo coincidían Atila y Atilano, odiaban profundamente a aquellos cabroncetes con pantalón corto y mirada sibilina. Las mujeres también habían acudido en tropel y urgían al mercachifle a que descargase el pollino y les mostrase las mercancías.
Entre la mala baba de la muchachada, que no dejaba de lanzar puyas a Atilano y pinchar al burro y las prisas de las mujeres; se montó tal algarabía, que el estraperlista comenzó a bramar una ristra de blasfemias que hubiesen sonrojado a Lucifer. Presa de su arrebato, cometió un error del que habría de arrepentirse; al descargar una garrafa de vino, paso por detrás de Atila, circunstancia que aprovecho el borrico para consumar su venganza, propinándole tal coz que dio con Atilano y la garrafa en tierra. La garrafa quedó hecha añicos y Atilano, magullado, con un brazo roto y su orgullo por los suelos.
Aseguran los que presenciaron el burricidio, que Atila soltó un rebuzno de satisfacción al ver a su amo maltrecho y humillado.
Atilano cambió el asno por una mula, pero de nada le sirvió, cada vez que entraba en alguno de los pueblos de la sierra, allí estaba la comitiva de sarnosos cuellicortos recibiéndole con una lluvia de pedradas, al son de una coplilla que decía así:
“ No hay forma de distinguir
entre Atila y Atilano,
de lo borricos que son
tanto el rucio como el amo.“