El tiempo barruntaba lluvia y Damián decidió recoger las ovejas y retornar a la tinada. No erró en su predicción, nada más cruzar el umbral del pequeño cobertizo comenzó a diluviar. Partió unas taramas y encendió la lumbre, luego se sentó sobre un gorrón que hacía las veces de taburete; busco el morral y extrajo una hogaza de pan y un pedazo de tocino, siguió rebuscando y sacó un trozo de queso. La cena estaba servida y aunque no era más de media tarde, el pastor dio buena cuenta de las viandas.
Afuera el temporal arreciaba, los truenos y el color amenazador del cielo hacían presagiar que le esperaba una noche toledana. Tenía sesenta años y llevaba más de cincuenta de pastor, la sierra era su hogar y cuando bajaba al pueblo para avituallarse, no paraba allí más de un día o dos. De tanta soledad se había vuelto un ser huraño y esquivo, parco en palabras y desmañado en la relación con sus vecinos, con los que un día compartiera juegos en la infancia. La suya era una misantropía sobrevenida, que una vez aceptada le dispensaba de cumplir con los convencionalismos sociales y le procuraba una paz interior gratificante.
Siempre llevaba un libro en el zurrón y un cuaderno de bitácora en el que anotaba sus pensamientos más íntimos. En un arcón de la casa del pueblo, guardaba todos los cuadernos que durante años había ido acumulando. Leía como un poseso y sentía predilección por los clásicos, sobre todo los del Siglo de Oro. También tenía querencia por los libros de historia, novelas de ficción y de género negro, pero sobre todo por la poesía. Cuando se sentía inspirado y las musas le susurraban al oído, pasaba ratos interminables procurando rimar versos enrevesados.
En el colegio siempre fue un zote y huía de los libros como de la alpargata de su madre, ¡pero lo que son las cosas!, la soledad del pastor le condujo a la lectura y, una vez descubierta esta puerta mágica que le permitía viajar a otros tiempos y conocer parajes e historias maravillosas, ya siempre la mantuvo abierta. Damián, su cuaderno de bitácora y sus libros eran inseparables y conformaban una realidad paralela de la que ya nunca podría abstraerse.
Llovía a cantaros cuando un inmenso mastín asomó la cabeza por la puerta de la choza, estaba empapado hasta los huesos y en sus ojos Damián supo leer una súplica. No es que tuviese frío, no, sencillamente tenía pánico a los truenos. – León, pasa y túmbate junto a la lumbre – Antes de que el mastín tomase aposento, Luna, una diminuta White Terrier se coló entre sus patas y le robó el sitio. – ¡ Ay León, siempre te toma la delantera ! -. La pequeña Luna era el ojito derecho del mastín y el izquierdo del pastor.
Damián miró embobado a los dos seres que más quería tumbados junto al fuego, cerró el libro que leía bajo la tenue luz de un candil y se dejó caer en el jergón. Era feliz sin tener casi nada, tan sólo sus ovejas, la sierra, los perros y sobre todo los libros. Antes de caer en brazos de Morfeo, sonrió con sorna al recordar la primera estrofa de un poema de Borges:
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.